viernes, 18 de marzo de 2011

YO, NUWANDA

A VARIOS QUE VIERON LA SOCIEDAD DE LOS POETAS LES QUEDO UN GUSTO AMARGO NO VERLO EN LA ESCENA FINAL, SUMANDOSE AL RESTO DE SUS COMPAÑEROS Y ALZANDO SU VOZ PARADO EN SU PUPITRE, REVELANDOSE CONTRA EL ORDEN ESTABLECIDO, CONSERVADOR, SUBYUGANTE, ALIENADOR DE MENTES Y ESPIRITUS, ECHANDO A VOLAR EL GRITO DE LIBERTAD, PARADIGMA DEL CARPE DIEM YA INCRUSTADO EN SUS CORAZONES JOVENES, Y QUE INSPIRO TAMBIÉN MI TEMPRANA JUVENTUD, DESPERTANDO A LA VERDAD, AL NO TEMER A EXPRESAR MIS IDEAS, MIS CONVICCIONES, COMO LIBRE PENSADOR.
NUWANDA EN EL CONTEXTO DEL FILM, EN REBELION ABIERTA, REPRESENTA EL ESPIRITU INDOMABLE DEL REMOLINO DE SENSACIONES CON QUE GOLPEA EL DESPERTAR AL MUNDO EN ADOLESCENCIA, CUYAS REGLAS SE PRETENDE ROMPER Y DOBLEGAR, CON CAIDAS FUERTES AL CHOCAR CONTRA EL MURO INEVITABLE, EL DARSE CUENTA QUE LA VORAGINE DEL SISTEMA, TARDE O TEMPRANO, TE ABSORVE, Y QUE MAS ADELANTE TRASUNTAN EN PENSAMIENTOS NOSTALGICOS DE UN PASADO IDEARIO UTOPICO, Y QUE POR UN INSTANTE SE QUISO SER LIBRE DE VERDAD.

jueves, 18 de noviembre de 2010

EL LOBO-HOMBRE / Boris Vian 1947

En el Bois des Fausses-Reposes, al pie de la costa de Picardía, vivía un muy agraciado lobo adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción favorita consistía en contemplar cómo se ponían a todo gas los coches procedentes de Ville-d'Avray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que un aguacero extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estío, merodear por las espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente, complican en la actualidad lo esencial de la lencería. Consideraba con filosofía el resultado de tales afanes, en ocasiones coronados por el éxito, y, meneando la cabeza, se alejaba púdicamente cuando ocurría que una víctima complaciente era pasada, como suele decirse, por la piedra. Descendiente de un antiguo linaje de lobos civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos azules, dieta que reforzaba en otoño con algunos champiñones escogidos y, en invierno, muy a su pesar, con botellas de leche birladas al gran camión amarillo de la Central. La leche le producía náuseas, a causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero, maldecía la inclemencia de una estación que le obligaba a estragarse de tal manera el estómago.
Denis vivia en buenas relaciones con sus vecinos, pues éstos, dada su discreción, ignoraban incluso que existiese. Moraba en una pequeña caverna excavada, muchos años atrás, por un desesperado buscador de oro, quien, castigado por la mala fortuna durante toda su vida, y convencido de no llegar a encontrar jamás el «cesto de las naranjas» (cito a Louis Boussenard), había decidido acabar sus días en clima templado sin dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas como maníacas. En dicha cueva Denis se acondicionó una confortable guarida que, con el paso del tiempo, adornó con ruedas, tuercas y otros recambios de automóvil recogidos por él mismo en la carretera, donde los accidentes eran el pan nuestro de cada día. Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus trofeos, y soñaba con el taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habría de poner algún día. Cuatro bielas de aleación ligera sostenían la cubierta de maletero utilizada a manera de mesa; la cama la conformaban los asientos de cuero de un antiguo Amilcar que se enamoró, al pasar, de un opulento y robusto plátano; y sendos neumáticos constituían marcos lujosos para los retratos de unos progenitores siempre bien queridos. El conjunto armonizaba exquisitamente con los elementos más triviales reunidos, en otros tiempos, por el buscador.
Cierta apacible velada de agosto, Denis se daba con parsimonia su cotidiano paseo digestivo. La luna llena recortaba las hojas como encaje de sombras. Al quedar expuestos a la luz, los ojos de Denis cobraban los tenues reflejos rubíes del vino de Arbois. Aproximábase ya al roble que constituía el término ordinario de su andadura, cuando la fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam, cuyo verdadero nombre se escribía Etienne Pample, y a la diminuta Lisette Cachou, morena camarera del restaurante Groneil arrastrada por el mago con algún pretexto ingenioso a las Fausses-Reposes. Lisette estrenaba un corsé Obsesión último diseño, cuya destrucción acababa de costar seis horas al Mago del Siam, y era a tal circunstancia, a la que Denis debía agradecer tan tardío encuentro.
Por desgracia para este último, la situación era en extremo desfavorable. Medianoche en punto; el Mago del Siam con los nervios de punta; y, dándose en abundancia por los alrededores, la consuelda, el licopodio y el conejo albo que, desde hace poco, acompañan inevitablemente los fenómenos de licantropía o, mejor dicho, de antropolicandria, como tendremos ocasión de leer en las páginas que siguen. Enfurecido por la aparición de Denis que, sin embargo, se alejaba ya tan discreto como siempre barbotando una excusa, y desencantado también de Lisette, por cuya culpa conservaba un exceso de energía que pedía a gritos ser descargada de una u otra manera, el Mago del Siam se abalanzó sobre la inocente bestia, mordiéndole cruelmente el codillo. Con un gañido de angustia, Denis escapó a galope. De regreso a su guarida, se sintió vencido por una fatiga fuera de lo común, y quedó sumido en un sueño muy pesado, entrecortado por turbulentas pesadillas.
No obstante, poco a poco fue olvidando el incidente, y los días volvieron a pasar tan idénticos como diversos. El otoño se acercaba y, con él, las mareas de septiembre, que producen el curioso efecto de arrebolar las hojas de los árboles. Denis se atracaba de níscalos y de setas, llegando a atrapar a veces alguna peziza casi invisible sobre su plinto de cortezas, mas huía como de la peste del indigesto lengua de buey. Los bosques, a la sazón, se vaciaban a muy temprana hora de paseantes y Denis se acostaba más temprano. Sin embargo, no por eso descansaba mejor, y en la agonía de noches entreveradas de pesadillas, se despertaba con la boca pastosa y los miembros agarrotados. Incluso sentía menguar paulatinamente su pasión por la mecánica, y el mediodía le sorprendía cada vez con más frecuencia amodorrado y sujetando con una zarpa inerte el trapo con el que debía haber lustrado una pieza de latón cardenillo. Su reposo se hacía cada vez más desasosegado, y a Denis le preocupaba no descubrir las razones.
Tiritando de fiebre y sobrecogido por una intensa sensación de frío, en mitad de la noche de luna llena despertó brutalmente de su sueño. Se frotó los ojos, quedó sorprendido del extraño efecto que sintió y, a tientas, buscó una luz. Tan pronto como hubo conectado el soberbio faro que le legase algunos meses atrás un enloquecido Mercedes, el deslumbrante resplandor del aparato iluminó los recovecos de la caverna. Titubeante, avanzó hacia el retrovisor que tenía instalado justo encima de la coqueta. Y si ya le había asombrado darse cuenta de que estaba de pie sobre las patas traseras, aún quedó más maravillado cuando sus ojos se posaron sobre la imagen reflejada en el espejo. En la pequeña y circular superficie le hacía frente, en efecto, un extravagante y blancuzco rostro por completo desprovisto de pelaje, y en el que sólo dos llamativos ojos rufos recordaban su anterior apariencia. Dejando escapar un breve grito inarticulado se miró el cuerpo y al instante comprendió la causa de aquel frío sobrecogedor que le atenazaba por todas partes. Su abundante pelambrera negra había desaparecido. Bajo sus ojos se alargaba el malformado cuerpo de uno de estos humanos de cuya impericia amatoria solía con tanta frecuencia burlarse.
Resultaba forzoso moverse con presteza. Denis se abalanzó hacia el baúl atiborrado de las más diferentes ropas, reunidas según el caprichoso azar de la sucesión de los accidentes. El instinto le hizo escoger un traje gris con rayitas blancas, de aspecto bastante distinguido, con el cual combinó una camisa lisa de tono tallo de rosa, y una corbata burdeos. Cuando estuvo cubierto con tal indumentaria, admirado todavía de poder conservar un equilibrio que en absoluto comprendía, empezó a sentirse mejor, y los dientes cesaron de castañetearle. Fue entonces cuando su extraviada mirada vino a fijarse en el irregular y espeso montoncillo de negra pelambrera esparcido alrededor de su lecho, y no pudo impedir llorar su perdida apariencia.
Hizo empero, un violento esfuerzo de voluntad para serenarse, e intentó explicarse el fenómeno. Sus lecturas le habían enseñado muchas cosas, y el asunto acabó por parecerle diáfano. El Mago del Siam debía ser un hombre-lobo y él, Denis, mordido por la alimaña, acababa de convertirse, recíprocamente, en ser humano.
Ante la idea de que debía disponerse a vivir en un mundo desconocido, en un primer momento se sintió presa de pánico. ¡Qué peligros no habría de correr como hombre entre los humanos! La evocación de las estériles competiciones a que se entregaban día y noche los conductores en tránsito de la Côte de Picardie le anticipaba simbólicamente la atroz existencia a la que, de buena o mala gana, sería preciso adaptarse.
Pero luego reflexionó. Según todas las apariencias, y si los libros no mentían, la transformacion habría de ser de duración limitada. Y en tal caso, ¿por qué no aprovecharla para hacer una incursión a la ciudad...?
Llegados a este punto, preciso es reconocer que determinadas escenas entrevistas en el bosque se reprodujeron en la imaginación del lobo sin provocar en él las mismas reacciones que antes. Al contrario: se sorprendió incluso pasándose la lengua por los labios, cosa que le permitió constatar de paso que, a pesar de la metamorfosis, seguía siendo tan puntiaguda como siempre.
Volvió al retrovisor para contemplarse más de cerca. Sus rasgos no le disgustaron tanto como había temido. Al abrir la boca pudo constatar que su paladar seguía siendo de un negro llamativo, y, por otro lado, que también conservaba incólume el control de sus orejas, tal vez una pizca sospechosas por ser en exceso alargadas y pilosas. Mas consideró que el rostro que se reflejaba en el pequeño y esférico espejo, con su forma oval un algo prolongada, su pigmentación mate y sus blancos dientes, haría un papel aceptable entre los que conocía. Así que, después de todo, lo mejor sería sacar partido de lo inevitable y aprender algo de provecho para el porvenir. Consideración no obstante la cual un ramalazo de prudencia le obligó antes de salir a hacerse con unas gafas oscuras que, en caso de necesidad, atemperarían la rojiza brillantez de sus cristalinos. Proveyóse asimismo de un impermeable que se echó al brazo, y ganó la puerta con paso decidido. Pocos instantes después, cargado con una maleta ligera, y olfateando una brisa matinal que parecía singularmente desprovista de fragancia, se encontraba en la cuneta de la carretera, alargando el pulgar sin complejo alguno al primer automóvil que divisó en lontananza. Había decidido ir en dirección a París aconsejado por la experiencia cotidiana de que los coches rara vez se detienen al empezar la cuesta arriba y sí, en cambio, cuesta abajo, cuando la gravedad les permite volver a arrancar con facilidad.
Su elegante aspecto le reportó ser rápidamente aceptado como acompañante por una persona con no demasiada prisa. Y confortablemente acomodado a la derecha del conductor, se dispuso a abrir sus ardientes ojos a todo lo desconocido del vasto mundo. Veinte minutos más tarde se apeaba en la Plaza de la Ópera. El tiempo estaba despejado y fresco, y la circulación se mantenía dentro de los límites de lo decente. Denis se lanzó osadamente entre los tachones del asfalto y, tomando el bulevar, caminó en dirección al Hotel Scribe, en el que alquiló una habitación con cuarto de baño y salón. Dejó su maleta al cuidado de la servidumbre y salió acto seguido a comprar una bicicleta.
La mañana se le fue en un abrir y cerrar de ojos. Fascinado, no sabía bien hacia dónde pedalear. En el fondo de su yo experimentaba, sin lugar a dudas, el íntimo y oculto deseo de buscar un lobo para morderle, pero pensaba que no le resultaría demasiado fácil encontrar una víctima y, por otro lado, quería evitar dejarse influenciar en demasía por el contenido de los tratados. No ignoraba en absoluto que, con un poco de suerte, no le sería imposible acercarse a los animales del Jardin des Plantes, pero prefirió reservar tal posibilidad para un momento de mayor apremio. La flamante bicicleta absorbía en aquel momento toda su atención. Aquel artilugio niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no dejaría de serle útil a la hora de regresar a su guarida.
A mediodía estacionó la máquina delante del hotel, ante la mirada un tanto reticente del portero. Pero su elegancia, y sobre todo aquellos ojos que semejaban carbúnculos, parecían privar a la gente de la capacidad de hacerle el mas mínimo reproche. Con el corazon exultante de alegría, se entretuvo en la búsqueda de un restaurante. Finalmente eligió uno tan discreto como de buena pinta. Las aglomeraciones le impresionaban todavía y, a pesar de la amplitud de su cultura general, temía que sus maneras pudiesen evidenciar un ligero provincianismo. Por eso pidió un sitio apartado y diligencia en el servicio.
Pero lo que Denis ignoraba era que precisamente en ese lugar de tan sosegado aspecto se celebraba, justo aquel día, la reunión mensual de los Aficionados al Pez de Agua Dulce Rambouilletiano. Cuando estaba a medio comer vio irrumpir de repente una comitiva de caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un abrir y cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una. Ante tan súbita invasión, Denis frunció el ceño. Mas, como se temía, el maître acabó por acercarse cortésmente a la suya.
-Lo siento mucho, señor -dijo aquel hombre lampiño y cabezón-, ¿pero podría hacernos el favor de compartir su mesa con la señorita?
Denis echó una ojeada a la zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.
-Encantado -dijo incorporándose a medias.
-Gracias, caballero -gorjeó la criatura con voz musical. Voz de sierra musical, para ser más exactos.
-Si usted me lo agradece a mí -prosiguió Denis- ¿a quién deberé yo? Agradecérselo, se sobreentiende.
-A la clásica providencia, sin duda -opinó la monada.
Y a continuación dejó caer su bolso, que Denis recogió al vuelo.
-¡Oh! -exclamó ella-. ¡Tiene usted unos reflejos extraordinarios!
-Sí... -confirmó Denis.
-Sus ojos son también bastante extraños -añadió la joven al cabo de cinco minutos-. Los veo parecidos a... a...
-¡Ah! -comentó Denis.
-A granates -concluyó ella.
-Es la guerra... -musitó Denis.
-No le entiendo...
-Quería decir -explicó Denis-, que esperaba que le recordasen a rubíes. Pero al oír que sólo ha dicho granates, no he podido por menos que pensar en restricciones. Concepto que, por una relación de causa efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.
-¿Estudió usted Ciencias Políticas? -preguntó la morenita.
-Le juro que no volveré a hacerlo.
-Le encuentro bastante fascinante -aseguró llanamente la señorita, que, entre nosotros, lo había dejado de ser muchas ya más veces de las que pudiera contar.
-De buena gana le devolvería el piropo, pero pasándolo al género femenino -expresóse Denis,
madrigalesco.
Salieron juntos del restaurante. La lagarta confió al lobo convertido en hombre que, no lejos de allí, ocupaba una encantadora habitación en el Hotel del Pasapurés de Plata.
-¿Por qué no viene a ver mi colección de grabados japoneses? -acabó susurrando al oído de Denis.
-¿Sería prudente? -inquirió éste-. ¿Su marido, su hermano o algún otro de sus parientes no lo vería con inquietud?
-Digamos que soy un poco huérfana -gimió la pequeña, haciéndole cosquillas a una lágrima con la punta de su ahusado índice.
-Una verdadera lástima -comentó cortésmente su distinguido acompañante.
Al llegar al hotel creyó darse cuenta de que el recepcionista parecía llamativamente distraído. También constató que tanta felpa roja amortiguante hacía diferir notablemente ese establecimiento de aquel otro en el que él se había alojado. Pero en la escalera se distrajo contemplando primero las medias y luego las pantorrillas, inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de instruirse, la dejó tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez que se creyó bastante instruido, apretó nuevamente el paso.
Por lo que tenía de cómica, la idea de fornicar con una mujer no dejaba de chocarle. Pero la evocación de Fausses-Reposes hizo desaparecer finalmente aquel elemento retardatario y, muy pronto se encontró en condiciones de poner en práctica con el tacto, los conocimientos que en el añorado bosque le entraran por la vista. Llegados a determinado punto plugo a la hermosa reconocerse, a gritos, satisfecha; y el artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales aseguraba haber llegado a la cúspide, pasó inadvertido al entendimiento poco experimentado en ese terreno del bueno de Denis.
Apenas si comenzaba éste a salir de una especie de coma bastante distinto de todo cuanto hubiese conocido hasta entonces, cuando oyó sonar el despertador. Sofocado y pálido, se incorporó a medias en el lecho y quedó boquiabierto viendo cómo su compañera, con el culo al aire, dicho sea con todo respeto, registraba con diligencia el bolsillo interior de su americana.
-¿Desea una foto mía? -dijo sin pensarlo dos veces, creyendo haber comprendido.
Se sintió halagado pero, por el sobresalto que empinó la bipartita semiesfera que ante sus narices tenía, al instante se dio cuenta del inmenso error de tan aventurada suposición.
-Esto... eh... sí, querido mío -acabó por decir la dulce ninfa, sin saber muy bien si se le estaba o no tomando la cabellera.
Denis volvió a fruncir el ceño. Se levantó, y fue a comprobar el contenido de su cartera.
-¡Así que es usted una de esas hembras cuyas indecencias pueden leerse en la literatura del señor Mauriac! -explotó finalmente-. ¡Una prostituta, por decirlo de algún modo!
Se disponía ella a replicar, y en qué tono, que se cagaba en tal y en cual, que se lo montaba con su cuerpo serrano, y que no acostumbraba a tirarse a los pasmados por el gusto de hacerlo, cuando un cegador destello procedente de los ojos del lobo antropomorfizado le hizo tragarse todos y cada uno de los proyectados exabruptos. De las órbitas de Denis emanaban, en efecto, dos incesantes centellas rojas que, cebándose en los globos oculares de la morenita, la sumieron en muy curiosa confusión.
-¡Haga el favor de cubrirse y de largarse en el acto! -sugirió Denis.
Y para aumentar el efecto, tuvo la inesperada idea de lanzar un aullido. Hasta entonces, nunca semejante inspiración se le había pasado por las mientes. Mas, a pesar de tal falta de experiencia, la cosa resonó de manera sobrecogedora.
Aterrorizada, la damisela se vistió sin decir ni pío, en menos tiempo del que necesita un reloj de
péndulo para dar las doce campanadas. Una vez solo, Denis se echó a reír. Se sentía asaltado por una viciosa sensación bastante excitante.
-Debe ser el sabor de la venganza -aventuró en voz alta.
Volvió a poner donde correspondía cada uno de sus avíos, se lavó donde más lo necesitaba y salió a la calle. Había caído la noche, el bulevar resplandecía de manera maravillosa.
No había caminado ni dos metros, cuando tres individuos se le acercaron. Vestidos un poco llamativamente, con ternos demasiado claros, sombreros demasiado nuevos y zapatos demasiado lustrados, lo cercaron.
-¿Podemos hablar con usted? -dijo el más delgado de todos, un aceitunado de recortado bigotillo.
-¿De qué? -se asombró Denis.
-No te hagas el tonto -profirió uno de los otros dos, coloradote y grueso.
-Entremos ahí.. -propuso el aceitunado según pasaban por delante de un bar.
Lleno de curiosidad, Denis entró. Hasta aquel momento, la aventura le parecía interesante.
-¿Saben jugar al bridge? -pregunto a sus acompañantes.
-Pronto vas a necesitar uno -sentenció el grueso coloradote sombríamente. Parecía irritado.
-Querido amigo -dijo el aceitunado una vez que hubieron tomado asiento-, acaba usted de comportarse de una manera muy poco correcta con una jovencita.
Denis comenzó a reír a mandíbula batiente.
-¡Le hace gracia al muy rufián! -observó el colorado-. Ya veréis como dentro de poco le hace menos.
-Da la casualidad -prosiguió el flaco- de que los intereses de esa muchacha son también los nuestros.
Denis comprendió de repente.
-Ahora entiendo -dijo-. Ustedes son sus chulos.
Los tres se levantaron como movidos por un resorte.
-¡No nos busques las vueltas! -amenazó el más grueso.
Denis los contemplaba.
-Noto que voy a encolerizarme -dijo finalmente con mucha calma-. Será la primera vez en mi vida, pero reconozco la sensación. Tal como ocurre en los libros.
Los tres individuos parecían desorientados.
-¡Arreglado vas si piensas que nos asustas, gilipollas! -tronó el grueso.
Al tercero no le gustaba hablar. Cerrando el puño, tomó impulso. Cuando estaba a punto de alcanzar el mentón de Denis, éste se zafó, atrapó de una dentellada la muñeca del agresor y apretó. La cosa debió doler.
Una botella vino a aterrizar sobre la cabeza de Denis, que parpadeó y reculó.
-Te vamos a escabechar -dijo el aceitunado.
El bar se había quedado vacío. Denis saltó por encima de la mesa y del adversario gordo. Sorprendido, éste se quedó un instante aturdido, pero llegó a tener el reflejo de agarrar uno de los pies calzados de ante del solitario de Fausses-Reposes.
Siguió una breve refriega al final de la cual, Denis, con el cuello de la camisa desgarrado, se contempló en el espejo. Una cuchillada le adornaba la mejilla, y uno de sus ojos tendía al índigo. Prestamente,
acomodó los tres cuerpos inertes bajo las banquetas. El corazón le latía con furia. Y, de repente, sus ojos fueron a fijarse en un reloj de pared. Las once.
«¡Por mis barbas», pensó, «es hora de marcharse!»
Se puso apresuradamente las gafas oscuras y corrió hacia su hotel. Sentía el alma pletórica de odio, pero la proximidad de su partida le apaciguó.
Pagó la cuenta, recogió el equipaje, montó en su bicicleta, y se puso a pedalear incansablemente como un verdadero Coppi.
Estaba llegando al puente de Saint-Cloud, cuando un agente le dio el alto.
-¿O sea que va usted sin luces? -preguntó aquel hombre semejante a tantos otros.
-¿Cómo? -se extrañó Denis-. ¿Y por qué no? Veo de sobra.
-No se llevan para ver -explicó el agente- sino para que le vean a uno. ¿Y si le ocurre un accidente?
Entonces, ¿qué?
-¡Ah! -exclamó Denis-. Sí; tiene usted razón. ¿Pero puede explicarme cómo funcionan las luces de este armatoste?
-¿Se está burlando de mí? -indagó el alguacil.
-Escuche -se puso serio Denis-. Llevo tanta prisa que ni siquiera tengo tiempo de reírme de nadie.
-¿Quiere usted que le ponga una multa? -dijo el infecto municipal.
-Es usted pelmazo de más -replicó el lobo ciclista.
-¡De acuerdo! -sentenció el innoble bellaco-. Pues ahí va...
Y sacando la libreta y un bolígrafo, bajó la nariz un instante.
-¿Su nombre, por favor? -preguntó volviendo a levantarla.
Después, sopló con todas sus fuerzas en el interior de su tubito sonoro, pues, muy lejos ya, alcanzó a ver la bicicleta de Denis lanzada, con él encima, al asalto del repecho.
En el mencionado asalto, Denis echó el resto. Al asfalto, pasmado, no le quedaba más que ceder ante su furioso avance. La costana de Saint-Cloud quedó atrás en un abrir y cerrar de ojos. Atravesó a continuación la parte de la ciudad que costea Montretout -fina alusión a los sátiros que vagan por el parque dedicado al antes nombrado santo- y giró después a la izquierda, en dirección hacia el Pont Noir y Villed'Avray.
Al salir de tan noble ciudad y pasar frente al Restaurante Cabassud, advirtió cierta agitacion a sus espaldas. Forzó la marcha y, sin previo aviso, se internó por un camino forestal. El tiempo apremiaba. A lo lejos, de repente, algún carillón comenzaba a anunciar la llegada de la medianoche.
Desde la primera campanada, Denis notó que la cosa no marchaba. Cada vez le costaba más trabajo llegar a los pedales; sus piernas parecían irse acortando paulatinamente. A la luz del claro de luna seguía sin embargo escalando, montado sobre su rayo mecanico, por entre la gravilla del camino de tierra. Pero en cierto momento se fijó en su sombra: hocico alargado, orejas erguidas. Y al instante dio de morros en el suelo, pues un lobo en bicicleta carece de estabilidad.
Felizmente para él. Pues apenas tocó tierra se perdió de un salto en la espesura. La moto del policía, entretanto, colisionó ruidosamente contra la recién caída bicicleta. El motorista perdió un testículo en la acción a la vez que el treinta y nueve por ciento de su capacidad auditiva.
Apenas recobrada la apariencia de lobo y sin dejar de trotar hacia su guarida, Denis consideró el extraño frenesí que lo había asaltado bajo las humanas vestiduras de segunda mano. Él, tan apacible y tranquilo de ordinario, había visto evaporarse en el aire tanto sus buenos principios como su mansedumbre.
La ira vengadora, cuyos efectos se habían manifestado sobre los tres chulos de la Madeleine -uno de los cuales, apresurémonos a decirlo en descargo de los verdaderos chulos, cobraba sueldo de la Prefectura, Brigada Mundana-, le parecía a la vez inimaginable y fascinante. Meneó la cabeza. ¡Qué mala suerte la mordedura del Mago del Siam! Felizmente, pensó no obstante, la penosa transformación habría de limitarse a los días de plenilunio. Pero no dejaba de sentir sus secuelas, y esa cólera latente, ese deseo de venganza no dejaban de inquietarlo.

domingo, 31 de octubre de 2010

la ultima vez, le hable para maldecirlo
la ultima, fue en petición
advertencia podría decirse
descanso solicitaba,
para quien lo fue, es, sera todo para mi
y que constante vive en mi mente
me escuchaste acaso?
lo hiciste alguna vez?
creo que alguna vez fue,
que su sello vive en su creación,
pero ni razon ni fundamento religioso sustentas
ni determinacion en la existencia de los vivos
ni que la vida o los pensamientos deban tener tu marca
quiza la energia que todo lo mueve es
quiza la fuerza impulsante del universo es
ergo, no exige adoracion, ni pleitesia

jueves, 2 de septiembre de 2010

Stephen Hawking descarta a Dios como creador del Universo

El científico británico Stephen Hawking afirma en un nuevo libro que la física moderna excluye la posibilidad de que Dios crease el universo.

Del mismo modo que el darwinismo eliminó la necesidad de un creador en el campo de la biología, el conocido astrofísico afirma en su obra, de próxima publicación, que las nuevas teorías científicas hacen redundante el papel de un creador del universo.

El Big Bang, la gran explosión en el origen del mundo, fue consecuencia inevitable de las leyes de la física, argumenta Hawking en su libro, del que hoy adelanta algunos extractos el diario The Times.

Hawking renuncia así a sus opiniones anteriores expresadas en su obra "Una Breve Historia del Tiempo", en la que sugería que no había incompatibilidad entre la existencia de un Dios creador y la comprensión científica del universo.

"Si llegamos a descubrir una teoría completa, sería el triunfo definitivo de la razón humana porque entonces conoceríamos la mente de Dios", escribió en aquel libro, publicado en 1988 y rápidamente convertido en un éxito de ventas.

En su nuevo libro, titulado en inglés "The Grand Design" y que sale a las librerías el 9 de septiembre, Hawking sostiene que la ciencia moderna no deja lugar a la existencia de un Dios creador del Universo.

En la obra, Hawking rechaza, según el adelanto periodístico, la hipótesis de Isaac Newton según la cual el Universo no puede haber surgido del caos gracias sólo a las leyes de la naturaleza sino que tuvo que haber intervenido Dios en su creación.

Según el astrofísico, el primer golpe asestado a esa teoría fue la observación en 1992 de un planeta que giraba en órbita en torno a una estrella distinta de nuestro Sol.

"Eso hace que las coincidencias de las condiciones planetarias de nuestro sistema la feliz combinación de distancia Tierra-Sol y masa solar sean mucho menos singulares y no tan determinantes como prueba de que la Tierra fue cuidadosamente diseñada (por Dios) para solaz de los humanos", escribe Hawking.

El hasta el año pasado profesor de matemáticas de la universidad de Cambridge, puesto que ocupó en su día el propio Newton, dijo que es probable que existan no sólo otros planetas, sino también otros universos, es decir un multiuniverso.

En opinión del científico, si la intención de Dios era crear al hombre, esos otros universos serían perfectamente redundantes.

Además, en la publicación no se excluye la posibilidad de que haya vida también en otros universos y señala que la crítica está próxima a elaborar una teoría de todo, un marco único capaz de explicar las propiedades de la naturaleza.

Eso es algo, recuerda The Times, que han estado buscando los físicos desde Einstein, aunque hasta el momento ha sido imposible reconciliar la teoría cuántica, que da cuenta del mundo subatómico, con la de la gravedad, que explica la interacción de los objetos a escala cósmica.

Hawking aventura que la llamada teoríaM, proposición que unifica las distintas teorías de las supercuerdas, conseguirá ese objetivo.

"La teoríaM es la teoría unificada con la que soñaba Einstein. El hecho de que nosotros, los seres humanos, que somos tan sólo conjuntos de partículas fundamentales de la naturaleza, estemos ya tan cerca de comprender las leyes que nos gobiernan y rigen el universo es todo un triunfo", escribe el astrofísico.

Hawking da a entender que en lugar de ser una ecuación única, la teoríaM puede consistir en "toda una familia" de teorías inscritas en un marco teórico consistente, del mismo modo en que distintos mapas políticos, geográficos, topológicos pueden referirse a una sola región sin contradecirse entre sí.

lunes, 14 de diciembre de 2009

sidasta eg

al mirar el cielo y lo estrellado de la bobeda me regocijo, + si alla arriba lloran luces y mi ser las adivina...

jueves, 19 de noviembre de 2009

FORMAS DEL AMOR

las formas del amor, la intensidad imperecedera
retorcida anormalidad, trozo de pelicula que permanece
y que vuelve a reproducirse tal como se vivió, que se revive con la misma pasion atemporal
aunque la carne ha cambiado, las circunstancias ya no son las mismas
pero el recuerdo de la sensacion vive en la mente, que la inmortaliza,
nos mueve a aquel instante, el amor es tan grandioso que sientes que sobrepasa tu existir
te percibes tan afortunado y unico, infinito y pleno
que ya no envidias la estrellada cima, aquella vuelves a mirar al preguntar donde se fue
cuando se perdió aquel amor, que luego el tiempo te enseña que solo muto
que luego el tiempo te enseña que no fue como esperabas
que no era perfecto, ni grandioso, ni permanente, sino que se perdió, vivió escondido
pero que cuando regresa te recuerda, que a pesar de todo, que a pesar de la carne
se puede ser aunque sea un instante, afortunado, unico, infinito y pleno
lo que solo es remembranza del origen.

lunes, 18 de mayo de 2009

Sobre Fetos y Bebés. Videoclips y Cine responden / 2ª Parte

El Tambor de Hojalata / Anatole Dauman / 1978

Película inclasificable, basada en la novela del premio Nóbel alemán Günter Grass, muy innovadora para la época de su estreno, donde causó mucho revuelo como polémica por sus escenas eróticas, desnudos y sexo explícito, con una perfecta dirección y cuya sola música (Maurice Jarre) transporta al espectador por una fábula de absurdos, amor compartido y desafortunado, esperanzas y mala suerte congénita, todo en medio de la segunda guerra mundial.Una noche de lluvia inacabable fue el momento en que a Oskar (David Bennent) el liliputiense se le ocurre nacer. Una trinidad lo trajo a este mundo, no la divina por cierto sino el trío conformado por su madre y otros 2 señores que la pretendían. Así, la voz de Oskar, hablando en tercera persona y en off, vaticina astrológicamente su suerte: “El sol estaba bajo el signo de Virgo. Neptuno entraba en la décima mansión celeste y Oskar nació marcado por el portento y el engaño”. Una vez parido, habla en primera persona: “Yo vi la luz de este mundo en forma de una bombilla de 60 vatios”. Luego de esto, su madre promete regalarle un tambor de hojalata cumplidos que sean los tres años; así, el pequeño obtiene consuelo: “Solo la promesa del tambor de hojalata me impidió expresar con mas fuerza el deseo de volver nuevamente a mi posición cefálica embrionaria. Por otra parte, la comadrona me había cortado el cordón umbilical, así que ya no había nada que hacer”.

Previamente, se trató el nacimiento como la primera experiencia angustiosa del ser humano, situación que explica objetivamente este deseo primario del protagonista. Sin duda, la escena en que se muestra a Oskar dentro del claustro uterino (primera en su tipo), concreta visualmente esa sensación de protección ya comentada, donde Oskar aparece guarecido en una verdadera caverna con estalactitas y estalagmitas, todas de tejido orgánico. Freud, en su libro “Interpretación de los Sueños” postula que el útero posee múltiples símbolos, además de la caverna: armarios, estufas, recipientes, habitaciones, etc. También hablamos, al tratar el drama kurtiano, del narcisismo fetal y como el nuevo ser no tiene conciencia que su entorno viviente esta constituido por un “supra-ser”, respecto del que desconoce su existencia.

Dumplings / Fruit Chan (2004)

Esta película ronda el afán humano de la imperecedera búsqueda de un elixir de la eterna juventud, caricaturizado ya en la cinta de Zemeckis “La muerte le sienta bien”. El nombre tiene origen culinario y se le da a los pedazos de masa que pueden hacerse fritos, al horno o al vapor, y rellenarse como dicte la imaginación, incluidos fetos humanos, como en la aludida. Ella -Qing Li- es una ex actriz de carrera frustrada por el matrimonio con un millonario infiel, y que comparte con su mujer la misma obsesión, pero distinto menú (fetos de ave cocidos en su mismo huevo). Su chef –Mei-, una anciana encerrada en una juvenil caparazón (muestra viviente de la efectividad de la “dieta”), y el restaurante, un cuchitril suburbano, guarida de la joven y desaliñada cocinera, cuyo ingrediente principal consigue ilegalmente, gracias a un contacto en un hospital (quizá el mismo donde trabajó cuando era ginecóloga) que tendría acceso a estos “desechos biológicos”. Mientras más desarrollados son los fetos, más poderes rejuvenecedores tienen, idea que Mei transplanta en la mente de Qing, y que trasunta en el desenlace.

Aquí, el refrán “el fin justifica los medios” pudiera haber sido perfectamente el titulo alternativo para Latinoamérica, que gravitante cruza una cinta con personajes sin moral, hijos y reflejo del seudo mundo moderno.

En China, quizá los fetos pueden ser alegóricos de una sociedad adicta a los tabúes y acostumbrada a la represión; y en el resto del mundo, de una verdad y realidad que nadie quiere ver.

Trainspotting / Danny Boyle / 1996

Para el final, lo mejor. La genialidad del escritor escocés Irvine Welsh nos sumerge en la descarnada realidad, en la miseria humana, hasta lo más profundo a que puede llegarse. Ello sumado a una dirección de lujo, con una propuesta visual radical, como la del inglés Danny Boyle (el mismo de Slumdog Millionaire, 28 días después, La playa) da como resultado un fantástico y hermoso engendro, cuyos extensos tentáculos remecieron la época sumergida entonces en una atmósfera displicente.

Sin continuar desviándome del tema principal que nos atañe, citare episodios mentales del protagonista llamado Mark Renton que mientras está recluido en su pieza y en plena desintoxicación, alucina con un bebé muerto (Dawn) que lo visita, gateando por el techo, quien tuerce su cabecita al mas puro estilo The Exorcist:

“Hay algo aquí conmigo en esta habitación está saliendo del jodido techo encima de la cama. Es un bebé. La pequeña Dawn, gateando por el techo. Llorando. Pero ahora me mira desde arriba. «Me dejaron moriiiiiir», dice. No es Dawn. No es la cría. Nah, quiero decir, esto es de puta locura. El bebé tiene afilados dientes de vampiro de los que gotea sangre. Está cubierto de una viscosidad amarillo-verdosa. Sus ojos son los ojos de todos los psicópatas con los que me he topado”.

“Salta desde el techo sobre mí. Mis dedos desgarran y rasgan la blanda carne de plastilina y la guarrada babosa pero la fea voz de pito sigue chillando y burlándose y yo me estremezco y me sacudo y me siento como si la cama se hubiese puesto de golpe en vertical y me estoy cayendo a través del puto suelo... Será esto sueño (…). Después estoy otra vez en la cama, aún sujetando al bebé, achuchándolo suavemente. La pequeña Dawn. Una puta lástima. Sólo es mi almohada. Hay sangre sobre la almohada. Quizá proceda de mi lengua; quizá la pequeña Dawn haya estado aquí. En la vida tiene que haber algo menos que esto. Más dolor, y después más sueño/dolor”.

Para los que no vieron la película o no la recuerden bien, el bebé referido por Renton es una criatura que murió de muerte súbita, hija de un par de heroinómanos “amigos”, Lesley y Sick Boy, en plena orgía alucinatoria, muerte que pasó desapercibida durante horas mientras se drogaban (aunque antes de leer el libro, la película deja en el ambiente la idea que el bebé murió de inanición u otra causa agraviada por la culpa y despreocupación de Les).

Sin duda, desvariar con un muerto nos advierte del problema psíquico atravesado por Renton. La literatura onírica lo atribuye al término de un ciclo e insatisfacción por el estado actual de las cosas, hipótesis aplicable a su estado y, en general, a la filosofía juvenil que hasta ese momento él profesaba, esto, es, sin aspiraciones en la vida y sólo “ver pasar los trenes” (trainspotting). Dicha alegoría la vemos cuando el grupo se reunía en torno a la línea del tren para beber alcohol, en la pieza de Renton donde el papel mural tiene dibujos de trenes por doquier, etc.

El solución al problema del estancamiento, búsqueda de origen inconciente en Renton, estaba en una experiencia límite, una de las cuales esta marcada por la muerte de la pequeña.

Algo debe morir para que otra nazca, ya literal o figuradamente.