La naranja mecánica exprimida de nuevo
Publiqué la novela A Clockwork Orange en 1962, lapso que debería haber bastado para borrarla de la memoria literaria del mundo. Sin embargo se resiste a ser borrada, y de esto la versión cinematográfica de Stanley Kubrick es la principal responsable. De buena gana la repudiaría por diferentes razones, pero eso no está permitido. Recibo cartas de estudiantes que tratan de escribir tesis sobre la novela, o peticiones de dramaturgos japoneses para convertirla en una suerte de obra de teatro noh. Así pues, es altamente probable que sobreviva, mientras que otras obras mías que valoro más muerden el
polvo. Esta no es una experiencia inusual para los artistas. Rachmaninoff solía lamentarse de que se le conociera principalmente por un Preludio en Do menor sostenido que compuso en la adolescencia, mientras que sus obras de madurez no entraban nunca en los programas. Los niños afilan sus dientes pianísticos en un Minueto en Sol que Beethoven compuso sólo para poder detestarlo. Tendré que seguir viviendo con La naranja mecánica, y eso significa que me liga a ella un cierto deber de autor. Tengo un deber muy especial hacia ella en los Estados Unidos, y será mejor que explique en qué consiste.



Pero no lo eran para mi editor de Nueva York. El libro que publicó sólo tenía veinte capítulos. Insistió en eliminar el veintiuno. Naturalmente, yo podía haberme opuesto y llevar mi libro a otra parte, pero se consideraba que él estaba siendo caritativo al aceptar mi trabajo y que cualquier otro editor de Nueva York o Boston rechazaría el manuscrito sin contemplaciones. En 1961 necesitaba dinero, aun la miseria que me ofrecían como anticipo, y si la condición para que aceptasen el libro significaba también su truncamiento, que así fuera. Por tanto hay una profunda diferencia entre La naranja mecánica que es conocida en Gran Bretaña y el volumen algo más delgado que lleva el mismo título en los Estados Unidos de América.
Sigamos adelante. El resto del mundo recibió sus ejemplares a través de Gran Bretaña, y por eso la mayoría de las versiones (ciertamente las traducciones francesa, italiana, rusa, hebrea, rumana y alemana) tienen los veintiún capítulos originales. Ahora bien, cuando Stanley Kubrick rodó su película, aunque lo hizo en Inglaterra, siguió la versión norteamericana, y al público fuera de los Estados Unidos le pareció que la historia acababa algo prematuramente. No es que los espectadores exigieran la devolución de su dinero, pero se preguntaban por qué Kubrick había suprimido el desenlace. Muchos me escribieron a propósito de eso; la verdad es que me he pasado buena parte de mi vida haciendo declaraciones xerográficas, de intención y de frustración de intención, mientras que Kubrick y mi editor de Nueva York gozaban tranquilamente de la recompensa por su mala conducta. La vida, por supuesto, es terrible.

En el vigésimo capítulo no hay ningún indicio de este cambio. El chico es condicionado y luego descondicionado y contempla con júbilo la recuperación de una voluntad libre y violenta. «Sí, yo ya estaba curado», dice, y así concluyen el libro norteamericano y la película. El capítulo veintiuno concede a la novela una cualidad de ficción genuina, un arte asentado sobre el principio de que los seres humanos cambian. De hecho, no tiene demasiado sentido escribir una novela a menos que pueda mostrarse la posibilidad de una transformación moral o un aumento de sabiduría que opera en el personaje o personajes principales. Incluso los malos bestsellers muestran a la gente cambiando. Cuando una obra de ficción no consigue mostrar el cambio, cuando sólo muestra el carácter humano como algo rígido, pétreo, impenitente, abandona el campo de la novela y entra en la fábula o la alegoría. La Naranja norteamericana o de Kubrick es una fábula; la británica o mundial es una novela.


Pero no creo que sea una imagen justa de la vida humana.
Y no lo creo porque, por definición, el ser humano está dotado de libre albedrío, y puede elegir entre el bien y el mal. Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado, ya que está sustituyéndolos a los dos) le darán cuerda. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante es la elección moral. La maldad tiene que existir junto a la bondad para que pueda darse esa elección moral. La vida se sostiene gracias a la enconada oposición de entidades morales. De eso hablan los noticiarios televisivos. Desgraciadamente hay en nosotros tanto pecado original que el mal nos parece atractivo. Destruir es más fácil y mucho más espectacular que crear. Nos gusta morirnos de miedo ante visiones de destrucción cósmica. Sentarse en una habitación oscura y componer la Missa Solemnis o la Anatomía de la melancolía no da pie a titulares ni a flashes informativos. Desgraciadamente mi pequeño libelo atrajo a muchos porque despedía los miasmas del pecado original como un cartón de huevos podridos.

No creo tener que recordar a los lectores el significado del título. Las naranjas mecánicas no existen, excepto en el habla de los viejos londinenses. La imagen era extraña, siempre aplicada a cosas extrañas. «Ser más raro que una naranja mecánica» quiere decir que se es extraño hasta el límite de lo extraño. En sus orígenes «raro» [queer] no denotaba homosexualidad, aunque «raro» era también el nombre que se daba a un miembro de la fraternidad invertida. Los europeos que tradujeron el título como Arancia a Orologeria o Orange Mécanique no alcanzaban a comprender su resonancia cockney y alguno pensó que se refería a una granada de mano, una piña explosiva más barata. Yo la uso para referirme a la aplicación de una moralidad mecánica a un organismo vivo que rebosa de jugo y dulzura.
Los lectores del capítulo veintiuno deben decidir por sí mismos si mejora el libro que presumiblemente conocen o realmente se trata de un miembro prescindible. Mi intención era que el libro concluyese de esta manera, pero tal vez mi juicio estético no era correcto. Los escritores raras veces son sus mejores críticos, y tampoco son críticos. Quod scripsi scripsi, dijo Poncio Pilatos cuando hizo a Jesucristo rey de los judíos. «Lo que he escrito, escrito está». Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo. Con lo que el doctor Johnson llamaba fría indiferencia expondré lo escrito al juicio de ese 0,00000001 de la población norteamericana al que le importan esas cuestiones. Coman esta porción dulce o escúpanla.
Son libres.
Son libres.
ANTHONY BURGESS / Noviembre de 1986
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